La seducción está en el interior

Hoy voy a hablar de uno de los hombres más seductores de todos los tiempos. Y no, no me refiero a George Clooney, Brad Pitt o al indiscutible Paul Newman. Me refiero a Wiston Churchill. Del gran estadista se ha dicho casi de todo, se ha hablado de su inteligencia, determinación, visión y valentía pero muy pocas veces se ha hablado de lo que probablemente más le ayudó a conseguir lo que se proponía: sus dotes de seducción.
 Sí, esa cara blanca y redonda pegada a un puro escondía a todo un seductor cuya mejor arma era posicionarse ante los demás como cómplice y no como verdugo. Pocos hombres han acumulado el poder que este lord disfrutó en un período de tiempo tan peculiar. Y menos todavía han sido los que han sabido usarlo tan bien. De sus actos se deduce que Churchill prefería seducir a imponer. Probablemente esa capacidad de posicionarse como cómplice cuando lo más fácil era ser verdugo es la que le ayudó a conseguir lo que parecía imposible. La mitad de la biografía de Churchill serviría como ejemplo de esta actitud pero  he elegido una anécdota que en 1982  Los Angeles Times sacó a la luz . Según el periódico en una recepción de la Commonwealth británica el jefe de protocolo observó con asombro como un alto cargo político de un país extranjero cogió uno de los carísimos saleros de plata de la mesa y lo introdujo en su bolsillo del pantalón. El jefe de protocolo, sin saber cómo reaccionar, se dirigió a Churchill y le contó lo que había sucedido. Churchill, británico hasta la médula,  no quiso incomodar al alto cargo extranjero y comenzar un pequeño conflicto diplomático por un simple salero. Pero tampoco quiso renunciar a ese salero de plata que a sus ojos no era tan simple. 
 
Y aquí viene la genialidad: Churchill  con sólo un gesto consiguió que el mandatario extranjero no sólo devolviera el salero, sino que además lo hiciera con una sonrisa en los labios y con una mayor admiración hacia el mandatario inglés. Churchill en lugar de acusarle y obligarle a devolver el salero, prefirió seducirle para que lo hiciera. Para ello cogió el pimentero que hacía juego con el salero, se lo guardó en el bolsillo  y esperó al final de la cena, y cuando ya todos se levantaban se acercó discretamente al «ladrón» y le dijo al oído:
– “Señor, esto se pone feo, nos han visto, creo que lo mejor es que devolvamos los dos los saleros antes de que tengamos un grave incidente” -depositando a continuación el pimentero sobre la mesa.  Acto que fue imitado inmediatamente por el mandatario extranjero amigo de lo ajeno y que salvaguardó al mismo tiempo los saleros de plata de la Gran Bretaña y el honor del invitado.
Dicen que la belleza está en los ojos del que mira. Quizás la seducción esté en la actitud del que actúa.

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